04 enero 2006

Jo,jo,jo...sí claro...

El olor a pino fresco entraba por cada rendija de la casa, todo el año, pero por algún motivo en especial, en navidad se potenciaba ese aroma…era maravilloso poder sentarse en uno de los sillones de mimbre del patio, cerrar los ojos y dejarse marear por ese olorcito a campo que pocas veces se siente en una ciudad tan árida como Iquique…pero nosotros lo teníamos plantado justo en la mitad del pequeño patio trasero. Era mágico. Cada año lo adornábamos con bolas de colores, cintas, monitos que encontrábamos en la Zofri y una gran estrella en la punta que tuvimos que dejar de poner años después por el rápido crecimiento del arbolito en cuestión; ya nadie llegaba tan alto como para ponerla.
Era 1982 cuando mis hermanas y yo decidimos hacer un pacto de honor y no dejar que, como cada año en navidad, nos sacaran de la casa a esperar ver pasar los renos por el cielo. Los primeros años fue entretenido y lleno de magia esperar a que sobre nuestras cabezas pasara un gran carro rojo con muchos renos y el viejito pascuero encima lleno de regalos, abrigado hasta el cuello (cosa que nunca me cuadró mucho en una zona desértica como mi ciudad) además salir a la calle era una forma bastante natural de pasar el calor de la temporada. Pero el tiempo y la espera hicieron que ya al tercer año nos diéramos cuenta de que el gordito de barba no iba a pasar por más que miráramos al cielo con ilusión y fe, como decía mi mamá, que era la autora de toda esta obra de distracción.
Ese año, entonces, decidimos tirarnos a huelga en masa y no salir a ninguna parte; nos plantamos frente al árbol a las once de la noche y de ahí no nos movió nadie, éramos tres mujeres de corta edad pero de mayor altura y contextura de lo normal así es que se les hizo difícil evitar el bloqueo navideño. A las once y media ya estábamos aburridas, esperando, porque ni siquiera nos preocupamos de que en el living no había tele como para distraernos un ratito, así es que nos pusimos a jugar con lo que había a mano; entiéndase cristales, floreros, velas y pañitos tejidos a crochet. lamentablemente los juegos derivaron en pelea y en eso estábamos cuando el reloj de la cocina tocó una desilusionante campanada y mis hermanas y yo nos miramos esperando el milagro…mirando el techo (no teníamos chimenea, obviamente) y dieron las doce cinco…las doce diez…las y cuarto…y nada del gordito de abrigo largo…y ya cuando nuestros ojos se comenzaron a cristalizar de la pena debido al abandono del que éramos víctimas…sonó una campanita en la puerta de calle…y mis papás se miraron con cara de duda…y nosotras nos miramos con cara de más duda y corrimos en estampida siguiendo el sonido de la mentada campana…al abrir la puerta la sorpresa fue descomunal, ahí, frente a nuestros párvulos ojos había un monte de regalos de la más diversa naturaleza; toallas, trajes de baño, despertadores, juguetes y muchas cosas más. Todo pasó frente a mis ojos como en cámara lenta, mis hermanas corriendo y gritando, mis padres abrazados cual postal de los años 40 (le faltaba el puro delantal de cintura a mi madre y la Coca-cola heladita en la man o a mi padre), la brisa marina suave haciendo flamear al viento nuestros cabellos, fue genial…hasta que empecé a abrir los regalos.
Para resumir el cuento del viejito y su nula participación en esta historia, debo ser justa y decir que esa navidad no fue de las mejores; me regaló a medias con mi hermana mayor, una bicicleta hermosa, roja, media pista, que era mi sueño, lo que jamás le he perdonado, es que era del tamaño de mi hermanita cuatro años mayor que yo y mis pobres patitas infantiles no llegaban a los pedales y no llegaron jamás, ni siquiera cuando la bici jubiló, por lo que nunca pude usar mi regalito, además, encuentro el colmo de la inconsciencia que un viejito, supuestamente tan tierno y preocupado por los niños de este planeta, haya dejado los regalos a vista y paciencia de todo el barrio a riesgo cierto de que pasara algún amiguito de lo ajeno y se llevara mi súper bici que nunca usé, el vestido en serie que las dos hermanas menores recibimos, la toalla de color verde musgo que usé hasta el cansancio en Cavancha, el despertador del pájaro carpintero y el traje de baño, también en serie, con un coqueto hoyito en la panza. No fue mi mejor navidad, pero es la que más recuerdo, porque seguramente seguí creyendo en el viejito pascuero después de eso, pero le agarré una pica que me duró hasta que dejé de esperarlo.