Pero el hecho que, seguramente, definió su andar por el mundo y lo cambió radicalmente, fue el terremoto de 1939. Su madre ya había muerto y su vida junto a su padre, su madrastra y su medio hermano Juan, quien luego sería sacerdote Capuchino, era pacífica y llena de comodidades pues eran dueños de un hotel muy especial en el que, incluso, comenzó tocando Violeta Parra en Chillán, no les faltaba nada. Pero ese 24 de enero, el hotel se vino abajo y con él, una vida entera. Pero no fue lo único traumático de ese terremoto; su hermano Juan de 3 años, estuvo a punto de morir aplastado y sólo sobrevivió gracias a la protección de su nana, quien dio su vida por él. El fantasma de la muerte no la volvió a dejar jamás y su temor a ella la acosaría el resto de su vida.
El año 42 fue el turno de su padre quien, agobiado por el recuerdo de lo que había perdido 3 años antes, murió. Ese fue el segundo gran golpe que la Pichina jamás superaría. Luego de esto y con sólo 16 años, decidió que no se quedaría sola y se casó con un teniente de Carabineros llamado Fernando Ibacache. Aunque, hace poco tiempo, algunos nos enteramos que no se casaron hasta después de su segunda hija.
A lo 23 ya tenía cinco hijos; Rosa, Viola, Fernando, María Fresia y Gabriela y vendría aquí su tercer gran golpe. A los 3 meses de nacida, Gabriela enfermó gravemente de bronconeumonia y, a la espera del remedio, murió. La pena sólo fue suavizada en parte ya que Fernando, el único varón, recibió el remedio que correspondía a su hermanita menor y que finalmente le salvaría la vida. Al menos uno de ellos se había recuperado.
Cada una de esta experiencias sólo hicieron más fuerte su carácter; vivió en una pieza de pensión en Talca con sus hijos y debió soportar el machismo de un país entero reflejado en el trato que le daba su marido, quien, según cuenta una de sus hijas, estuvo comprometido con una joven de Sagrada Familia mientras, unos cuantos kilómetros más allá tenía una mujer y dos hijas esperándolo.
Pero un día, agotada de todo, puso al padre de sus hijos en su lugar; un balazo al techo y un tacón de zapato en el ojo de mi capitán y las cosas cambiaron radicalmente. Desde ese día, la Pichina forjó lo que sería su futuro y su destino: ser la matriarca de una enorme familia. Y Fernando comenzó a venerarla.
Cada vez que se habla de la Pichina, es inevitable recordar a su marido, Fernando, conocido mejor en la familia como el tatita. No hay nada mejor que hacer sobremesa y que el tema sea ella, la única que falta para completar la familia perfecta. Sus hijos y nietos comparten historias que, a veces, el otro no conocía, por lo que además de hacer recuerdos hermosos, se aprende bastante.
Después del balazo y el taconazo, todo cambió. Paula, una de sus nietas mayores recuerda que su tata dependía de su viejita para todo; no sabía ni siquiera cuantas cucharadas de azúcar le echaba al café. O que la Pichina le separaba las pepitas del tomate porque en algún lado había escuchado que producían cáncer, irónicamente, las semillitas se las terminaba comiendo ella. O que iban al baño juntos siempre, ninguno de ellos entraba si el otro no iba detrás.
Pero el fantasma que la perseguía desde el terremoto del 39, volvió a atormentarla en 1985 cuando un nuevo gran temblor azotó la zona central de Chile. No lo soportó y un preinfarto casi termina con su vida, sería el cuarto golpe. Pero lentamente se recuperó. Para ese entonces vivía en Peñaflor con su marido ya en retiro, con sus hijos adultos y profesionales y con muchos nietos revoloteando por ahí. Sólo Rosy y Viola vivían lejos; Panamá e Iquique respectivamente. Pero la Pichina era una vencedora, había logrado, con mucho esfuerzo y cariño, construir una familia grande y sólida que la estaba llenando de satisfacciones y lo había logrado sola y desde muy abajo.
Pero aquí vendría su quinto y último golpe; 1988 se suponía que sería un año de encuentros, de acercamientos. La parte iquiqueña de su familia había decidido acercarse un poco más e ir a vivir a Talca. La cercanía tenía a la Pichina feliz y un poco más conforme. La alegría se reflejó en el recibimiento en el aeropuerto; muchos besos, abrazos y cosas que contar. Pero una caída comenzó una historia difícil de olvidar para esta gran familia.
Tuvo que guardar reposo por días, días que se iban alargando más y más. Tuvo que hacerse muchos exámenes y pruebas que confirmaron uno de sus peores temores, la cercanía de la muerte: la Pichina tenía cáncer al páncreas y moriría igual que sus padres. Se sometió a todos los tratamientos que le indicó el médico; medicamentos, cirugías, quimioterapias, etc. lo que permitió que viviera en paz los cinco años siguientes.
Pensando que había sido sólo un oscuro episodio en su vida, la Pichina siguió haciendo su vida normal y celebró, incluso, sus bodas de oro. Pero en 1993, el cáncer volvió para llevársela, la postró en una cama, la llenó de escaras y la mujer que había sido la matriarca y pilar fundamental de su familia, comenzó a consumirse poco a poco; ya no daba órdenes, obedecía indicaciones; ya no organizaba la casa, debía dejarla en manos de sus hijas; ya no planificaba el día, apenas y lo pasaba lúcida y la morfina la hacía ver y escuchar cosas que nadie más podía. Comenzó a vivir su propio mundo y ella, que era fuerte, decidida e imponente, era ahora una sombra de 40 kilos que se dejaba manejar sin chistar. La Pichina perdió la vida antes de morir. Su propio hermano le dio la extremaunción. El mismo hermano que, años después, moriría igual que ella.
El 11 de julio de 1993 a la hora de almuerzo, rodeado de sus hijos (incluso la panameña), algunos nietos y su hermano Juan, la Pichina dejó de sufrir y con ella se fueron todos esos golpes que dejó como enseñanza de que no hay nada en el mundo que prohíba ser feliz, ni el más horroroso de los golpes, ni el más espantoso de los dolores. Su funeral fue el único día con sol de ese invierno.
La Pichina se fue y con ella murió también una familia entera que quedó desbaratada. No hubo reemplazo y nunca lo habrá, y hasta hoy, cada vez que suena por ahí Solamente Una Vez, su canción, las lágrimas no se hacen esperar. Después de doce años, sigue siendo el pilar y el refugio de cada uno de los integrantes de su familia. No vio nacer a ninguno de sus bisnietos pero los conoce a todos, no vio casarse ni graduarse a ninguno de sus nietos pero estuvo presente en todos los eventos, no vio morir a su hermano, pero lo vino a buscar de la mano, la Pichina se siente en el aire, Sigue siendo la matriarca de una familia a la que sigue vigilando, a la que acompaña a cada paso y apoya en cada intento. Y gracias a ella ese enorme clan sigue unido, porque ella está en cada uno, para siempre.
Recuerdos
Ayer llegó de vacaciones su hija mayor, Rosa, quien vive hace ya varias décadas en Panamá y, obviamente, uno de los temas principales a la hora de la reunión familiar fue ella: la Pichina. Es doloroso a veces, pero sentimos la necesidad de recordarla. Siempre.
Ahora ya se puede recordar con alegría y no con tristeza, pero eso se logró recién a los 12 años de su partida, porque caló hondo y sigue haciéndolo. Hablamos de los tallarines con salsa natural que la Pichina hacía para lucirse, eran maravillosos y desde que murió ya nunca se ha probado algo igual en la familia. De la cantidad de bebidas que compraba; siempre tenía una jaba de Coca-cola y una de Cachantún y jamás permitía que se terminaran.
Viola siempre recuerda haber sido la que más dolores de cabeza le producía: se arrancaba, desobedecía y en eso arrastraba a los más pequeños y, al final, era la mayor, Rosa, la que terminaba castigada por no cuidar a los menores. Recuerda también lo amiga que fue la Pichina, la poca diferencia de edad con sus hijos la hacía, muchas veces, cómplice y confidente. Fumaba a escondidas con las mayores, escondía a sus yernos cuando su marido llegaba a la casa, y siempre estaba dispuesta a apañarlos en todo. Ellos la recuerdan con muchísimo cariño, de hecho, para su funeral, lloraron la pérdida de una verdadera madre.
De sus nietos se puede decir mucho también, somos doce, pero sólo hay 2 varones. Las mujeres llevamos la batuta en esta familia. Siempre nos consintió, pero con mano dura, nunca dudó en pegarnos si lo consideraba necesario, nos retaba por cada cosa incorrecta, pero nos regaloneaba el 90 por ciento del tiempo. Cuando mi padre tuvo que viajar por seis meses a París por trabajo y mi madre se fue con él un mes como una especie de luna de miel atrasada, me quedé con ella, yo tenía sólo meses y cuando le preguntaba por ese periodo, siempre me contaba lo mismo: puso mi cuna al lado de su cama y para que yo me durmiera tranquila, ella tomaba mi mano y así, todas las noches por un mes completo. Ella era mi madre, mi otra madre y su muerte aún no ha sido asumida en mi corazón.
La Pichina se recuerda con todo y su inseguridad, no soportaba a las nanas gracias a lo sociable que fue mi abuelo en un momento dado con ellas y no se distinguía por tratarlas bien, pero debió ser una mujer bastante justa ya que para su funeral fueron tres nanas que había tenido muchos años antes y lloraron con la familia con la misma pena y la misma impotencia. Se hacía querer.
Mi hermana Paula es la que más recuerda anécdotas e historias de la Pichina y siempre termina contando alguna en la mesa, además, es físicamente la más parecida a ella. Hay mucho más que decir de la Pichina pero en la reunión familiar de ayer decidimos que esos recuerdos son nuestros y que es complicado compartirlos porque hay algunos bastante duros y otros que da mucha pena recordar. Siempre voy a amar a la Pichina, ella siempre ha estado y estará a mi lado, tomada de mi mano, como cuando era niña calmando con su amor todos mis miedos. La extraño mucho, extraño sus besos, sus abrazos, sus consejos y su tremenda compañía. Extraño sus kilos de más, su esmalte y su labial rojos, extraño su voz fuerte e imponente, su comida, todo. Extraño todo de ella y sé que nunca podré dejar de hacerlo, porque aún siento su mano tomando la mía en los momentos difíciles, que últimamente han sido bastantes.